noviembre 10, 2010

Máscaras

(Esta entrada habría sido bastante apropiada para Halloween. Ni modo. ¡Demándeme!)

Todos usamos máscaras. Son parte importante de la convivencia humana.

Desde muy pequeños nos enseñan (directa o indirectamente) a vestirlas. Con el paso de los años, aprendemos a usarlas a nuestro favor. Y en ocasiones hasta terminamos por abusar de ellas, algunas veces con más éxito que en otras.

Una máscara es básicamente un tipo de protección que tenemos para exponernos ante los demás. También es una herramienta para adaptarnos y "encajar". (Esto es importante, porque por lo general lo desconocido causa miedo, y una máscara es una buena manera de presentarnos de una forma más reconocible ante los demás.)

Hay quien se acostumbra tanto a su máscara que comienza a perder la capacidad de quitársela. También hay quien le tiene tanto pánico a que los demás lo vean vulnerable que se la engrapa directamente sobre la piel. Y hay quien se tiene tanto miedo a sí mismo que aún en la soledad no se puede ver al espejo si no se ha colocado su máscara favorita sobre el rostro.

Por supuesto, estos son casos extremos.

La solución tampoco es irse al extremo contrario e ir por la vida "desnudos", mostrando nuestras intimidades a cuanto extraño se nos cruce por la calle. Sencillamente porque entonces ese tipo de cosas pierden bastante de su valor. (¿Qué tiene de especial, si cualquiera puede verlo?)

De hecho, tengo la teoría de que por eso resulta mucho más seductora la lencería que cualquier bikini pequeñito y revelador. Pero eso es otro tema, y no viene al caso con lo que estamos analizando hoy.

El punto es que, precisamente, quitarnos la máscara es un acto de intimidad, confianza, desapego, incluso una especie de "sumisión ritual". Y es un acto especialmente poderoso. (En especial cuando la otra persona corresponde al acto y también se quita la suya.)

¿Y saben qué es lo más curioso? Que precisamente ese acto de "sacrificar la máscara" frente a alguien más resulta algo sumamente fortalecedor. Empowerment, le dicen en la lengua de Shakespeare.

Me quito esa armadura que me cubre como una forma de demostrarte que confío en ti, que tengo fé en que no me atacarás por la espalda cuando más vulnerable me encuentro. Y que, de hecho, me siento tan seguro de mí mismo que no me da tanto miedo descubrirme ante ti. Incluso si me traicionas y abusas de esa confianza que te estoy otorgando, será porque yo decidí darte la oportunidad y en mis términos. Ser vulnerable no está mal. Perder el control no está mal. En dado caso, lo que está mal es no responsabilizarse de las consecuencias de nuestros actos.

No cualquiera está dispuesto, claro. Es entendible. No es fácil mostrarse vulnerable cuando anteriormente alguien ya ha pisoteado tan puro tesoro. Por más que uno racionalice y entienda las cosas, el corazón suele decir algo muy diferente. Y es normal aprender a quitar la mano cuando uno se ha quemado antes. La cosa es entender que lo que quema es el fuego bajo la olla, no la olla en sí. (¿O a poco no suena un poco ridículo no querer tocar nunca una olla, aunque esté más fría que una cerveza recién salida del refrigerador?)

Además, el entender y aceptar esa decisión es lo que nos permite mejorar nuestra habilidad de cambiar de máscara según la situación lo requiera. Porque (algo que a mucha gente se le suele olvidar) la misma máscara no sirve igual de bien en todo momento, lugar y situación. La que en un contexto es la más ideal, en otro puede resultar bastante más contraproducente.

Otro añadido de aprender a usar nuestras propias máscaras según la situación y el momento, es que esto también nos facilita observar cómo son las máscaras de los demás. Porque también hay que aprender a descubrir a la persona debajo de la máscara. No cualquiera será digno de confianza, ni sabrá valorar (y respetar) el "sacrificio" que implica quitársela.

Es bueno quitarse el antifaz, pero primero hay que saber delante de quién.

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